viernes, 29 de septiembre de 2017

DECIDIR



A estas alturas está todo dicho, o eso es lo que parece al menos. Todo el mundo parece tener clara una posición al respecto del llamado procés català. El abanico es amplio y las posibilidades múltiples.
Personalmente, soy totalmente favorable al derecho a decidir, otra cosa es la asimilación que el poder hace de eso con el hecho de llevar a cabo un referéndum. Eso, simplemente, me parece ridículo. Sin embargo, la cantidad de personas movilizadas es algo que no deja de asombrarme. No ya por el hecho en sí, pues nacionalismo y su simbología siempre ha sido un buen agitador de masas, sino por el hecho de que haya tanta gente dispuesta a desobedecer una legalidad que hasta hace bien poco seguían a pies juntillas. La lástima es que la mayoría de esas personas están dispuestas a desobedecer con la esperanza de tener un nuevo marco legal al que someterse de nuevo. Me exasperan especialmente las imágenes en las que se exaltan a políticos y mossos que han pasado de villanos a héroes como por arte de magia, o por arte de bandera. Aun así no pierdo la esperanza en aquellos que se movilizan con la intención de cambiarlo todo, aunque temo que un nuevo desencanto sepulte todavía más la semilla de una verdadera revolución.

He de reconocer que me gusta la situación. Se está agitando el árbol y eso siempre es bueno. El estado ha puesto en marcha su maquinaría de miedo y represión en funcionamiento y esto está consiguiendo que la gente se posicione en uno u otro sentido y empiecen a saltar las máscaras. Resulta, tras años de pavoneo democrático, que lo más antidemocrático es permitir que la gente vote. Desde luego tiene su gracia la cosa.
En este sentido, existe un pequeño lugar en mi mente en el que se proyecta el siguiente escenario: se realiza el referéndum o lo que se pueda; por supuesto gana el Sí pero la derecha nacionalista catalana en el poder se amilana ante la situación y no declara la independencia tal y como recoge su propia ley. Ahí, en ese instante, ante la segura represión que estará ejerciendo el Estado español y el fariseísmo del Govern català, se desata la potencia transformadora del pueblo buscando las vías para una verdadera independencia lejos de cualquier estructura de estado.
Posiblemente no sea más que una ensoñación, un deseo no reconocido. Pero si llega a suceder, ahí sí deberíamos estar todos, no sólo Cataluña.

Particularmente, me interesa más el proceso que el resultado. Soy más de abolir fronteras y estados que de crear uno nuevo o reforzar uno ya existente. Pase lo que pase mi trinchera será la misma, la de enfrente, la que está en contra del poder establecido sea cual sea su bandera.
El proceso y sus connotaciones es lo que hace reflexionar y plantearme algunas cuestiones y es de lo que quiero hablar:

Desde el preciso instante en que hablamos de decidir como un derecho ya podemos intuir que esa elección no va a ser muy libre. Pedir permiso para decidir algo nos sitúa en un plano de dependencia absoluta. Es cierto que a lo largo de la historia lo que llamamos derechos han sido conquistados (normalmente) a través de la presión y la lucha social. Sin embargo, no hay que olvidar que en última instancia es el poder el que lo otorga y cuando lo hace ya tiene perfectamente controladas todas las variantes que puedan suceder a raíz de esa concesión.

La mera existencia de personas capaces de negar el derecho a decidir a sus semejantes nos da la medida de hasta qué punto la noción de dominación está instalada dentro de cada uno de nosotros. Negar la potestad de decidir en nombre de un bien superior, ya sea la legalidad, la patria, el estilo de vida… es situarnos en el plano de la sumisión, de la negación de nuestra potencialidad como humanos.
En ese plano nos situamos la inmensa mayoría de la población. A diario, con nuestros actos, nuestros silencios, condenamos a millones de personas a no poder decidir nada ya que su única alternativa es tratar de mantenerse con vida un día más.

Ni siquiera nosotros, miembros complacidos que formamos parte de una sociedad con abundancia de inútiles pero reconfortantes comodidades materiales, tenemos la libertad de decidir. Sometidos a factores tales como las leyes y su desarrollo penal (siempre y en todos lados, realizadas por y para proteger a los poderosos y sus posesiones); el salario, única forma que permiten esas leyes para que cualquiera que no forme parte de ese poder pueda tratar de conseguir el sustento que le mantenga vivo. El miedo y su escudera la desinformación que desde bien pequeños nos inculcan desde todos los ámbitos posibles; y tantos otros factores, hacen que nuestras decisiones siempre estén condicionadas y nuestra independencia sea más ficticia que real.

Porque una cosa es el derecho a decidir y otra muy distinta la libertad de decidir. Y de libertad, tal y como hacemos funcionar el mundo y funcionamos nosotros mismos, tenemos más bien poca.

Pocas cosas más importantes pueden haber que poder decidir tu independencia. Qué más quisiéramos que meter una papeleta en una urna y decidir acabar con la usura bancaria, la dictadura salarial, el sometimiento legislativo, la posesión y el miedo a perderla y tantas otras cuestiones que nos convierten en esclavos de la peor clase. Aquellos que se muestran orgullosos de serlo y están dispuestos a todo por defender su condición.
 

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